Un bus nocturno de 7 horas me llevó de Bucaramanga a Medellín, segunda ciudad en importancia y población de Colombia. Nada más llegar a las 6 de la mañana y encontrarme un moderno metro (aquí va por el exterior pese al nombre) lleno a rebosar de gente corriendo, fue indicativo sin duda de que ya estaba en otra gran urbe con su ritmo trepidante habitual.
Aquí llegué a la casa de la familia de una amiga de Barcelona y ellos me pusieron en aviso de qué hacer para los próximos 4 días por aquí.
Uno se da cuenta de que hay que ir con cuidado y que es mejor no llamar la atención. Son muchos los avisos que te dicen “andate con ojo” y no hagas mucho el turista. Es una ciudad en constante movimiento, con indicativos de que quiere progresar y lo está haciendo, pero a la vez con síntomas de que aún tardará en llegar, como la mendicidad, el caótico tráfico y la inseguridad palpable en las miradas de mucha gente sentada o agrupada en bancos o esquinas.
Visitar el barrio de Santo Domingo, alguna escuela, callejear el centro, etc… te muestran esta constante ebullición de una ciudad que dice ser ejemplo de la evolución y de la que, como tal, presumen sus habitantes.
Gran experiencia la vivida y grandes historias escuchadas sobre el pasado turbio y macarro de muchas atrocidades ocurridas por culpa del narcotráfico, lucha de comunas y vandalismo. Pero hay que pensar en positivo como lo hacen los autóctonos, y me ha gustado ver la lucha por mejorar y salir adelante en un gran cambio apreciable y que en futuro dejará Medellín en muy buen lugar.